martes, 26 de octubre de 2010

Invitar a nuestros muertos




 “Y aunque sea verdad no es cierto
y aunque tu foto han traído,
mentira que te hayas muerto
nomás estás fallecido.”
Canción: “En el altar”, fragmento.
Interpreta: Jugosos Dividendos.
Compositor: Rafael Campos.

El culto a los muertos (y al concepto y contexto de la muerte) tiene en nuestra percepción un arraigo cultural tan antiguo como el Mictlán.

El carácter festivo de su concepción se origina en la sociedad mexica, donde forma parte complementaria del ciclo cosmogónico natural y es vista como un despertar, como un renacimiento y no como el final.

De ahí que nuestra apreciación colectiva del proceso de la muerte, infiera que los muertos no se van del todo sino que, de alguna manera, permanecen entre nosotros para seguir compartiendo (o conviviendo, para expresarlo en términos más “vívidos”) en los devenires cotidianos.

Por ello es que año con año se les “invita”, como a los viejos tíos o a los primos lejanos, a compartir alimentos especialmente preparados y festejar con flores, aromas, cantos y algarabía la dicha de su visita.

De hecho, los aztecas tenían no una, sino al menos cinco fiestas principales durante el año en las cuales realizaban actividades de interacción “social” con sus muertos. Ninguna de ellas, por cierto, dedicada específicamente a Mictlantecuhtli, sino regidas por otras deidades alternas.

Esto se debe a que la principal advocación de la muerte entre los aztecas, representada por Mictlantecuhtli, era presencia común en la vida mexica de tal manera que, más que de festejo, era objeto de convivencia habitual.

Precisamente en esa cohabitación ordinaria con la presencia de la muerte reside nuestro hábito por el trato familiar y desinhibido hacia su imagen, al grado de haberla convertido en instrumento de bromas, testimonio de tradición y objeto de culto.

Así pues, de la celebración a Mictlantecuhtli a la adoración de la Santa Muerte, pasando por las catrinas de Posada y las calaveritas de azúcar, hasta las historias de elegantes damas que abordan taxis a media noche pidiendo corrida al cementerio y viejas tías fallecidas que deambulan por la casa de los abuelos, todo ello aderezado por los aromas y colores de incienso, comida, flores y papel picado, seguiremos procurando la presencia, más lúdica que solemne, de la muerte entre nosotros, pero particularmente seguiremos invitando a nuestros muertos a permanecer en la cotidianidad de nuestras vidas.

“-No me vengan a rezar-
dejó dicho a su compadre,
-silencio acá abajo hay mucho
mejor tráiganme desmadre-.”
Canción: “En el altar”, fragmento.
Interpreta: Jugosos Dividendos.
Compositor: Rafael Campos.


jueves, 21 de octubre de 2010

Cuando asesinamos a Paulette



Imposible no tocarlo. Y hacerlo precisamente ahora que el gobierno del Estado de México hizo pública su decisión de reservar por nueve años el contenido de los peritajes hechos por el FBI y otras instituciones en el caso de la muerte de la niña Paulette Gebara Farah. Hacerlo ahora precisamente porque, de todas formas, a nade parecía importarle ya.
El interés mediático en el caso se perdió desde hace mucho, desde que bajó significativamente el rating, ya no representa audiencia y por lo tanto dejó de ser interesante (entiéndase lucrativo) para los medios. Prostituyeron a Paulette después de muerta pero la asesinaron cuando dejó de ser moneda de cambio redituable.
Paulette se convirtió en el elemento redentor de la nota roja nacional, fue el caso que lanzó a la sección policíaca desde la profundidad de los diarios hasta la primera plana.
Nos habíamos vuelto de pronto insensibles a la violencia, el miedo se ocultó tras el velo de la indiferencia y las noticias de ejecuciones, secuestros, decapitados y balaceras se volvieron tan cotidianos que preferimos ignorarlos, borrarlos de nuestra mirada para no tener que enfrentar esa realidad.
Entonces llegó Paulette, con la posibilidad de sacarnos de nuestra penumbra y darnos una historia policiaca digna de seguir, como en las mejores series de televisión, un caso como los que no suceden en nuestro país, sino únicamente en los países del primer mundo, en España, en Austria, Inglaterra o Estados Unidos. Eso es, teníamos una historia que nos colocaba junto a las grandes potencias, a las grandes sociedades, con sus problemas y sus perversiones. ¡Al diablo con las historias tercermundistas! Nada de drogas, ni abuso de menores, ni tráfico de personas, ni balaceras, ni corrupción; no señor, ésos son problemas de Centro y Suramérica, de África o de Medio Oriente. Nosotros somos un país grande con problemas de gente grande, como psicópatas y asesinos en serie ¡Claro que sí!
Pero finalmente el asunto se tornó turbio y aburrido. Nuestras autoridades demostraron que no tienen la capacidad de resolver estos asuntos de gente grande con la presteza que los televidentes esperan de ellos. Mejor se lo hubieran dejado a El Pantera, ése sí se los hubiera resuelto luego luego. Y para acabarla de fregar entró al juego el sospechosismo, que si los compraron, que si son influyentes, que si ya tiene tintes políticos, en fin, otra vez problemas tercermundistas.
Y fue entonces cuando sucedió. Perdimos la sensibilidad, extraviamos la capacidad de conmovernos, nos olvidamos de reclamar justicia, “No, así no tiene chiste, mejor cámbiale de canal”. Fue entonces cuando asesinamos a Paulette… y todo para nada.