lunes, 1 de noviembre de 2010

Calaveras de papel y tinta

Las variadas acepciones a las que llega a referirse el término “calavera”, -cuya diversidad nos puede llevar desde la designación del cráneo humano descarnado, limpio y muerto (vale la precisión), hasta los individuos a los que se aplica con la intención de apodo, festivo o vilipendioso pero que en ambos casos supone un exceso de vida (o de vivir), pasando por las melifluas expresiones de caramelizado arte en azúcar, chocolate y semillas diversas-, bien podría darle sugestiva tarea a los desmembradores de lenguas y exploradores etimológicos. 


Sin embargo, de entre todas, la tradición de las calaveras literarias es un buen ejemplo de la manifestación de la cultura popular como elemento que aglutina a una sociedad y le confiere identidad, pues lejos de pretender imponer una serie de valores, aspiran a reflejar el sentir colectivo mediante la crítica satírica o burlesca, expresada en versos festivos a modo de jocosos epitafios para muertos que permanecen vigentes y vivos que matar en broma.

Acompañadas de ilustraciones también denominadas calaveras, (que si bien hoy se limitan en mucho a caricaturizar personajes, en los grabados originales de artistas como Manuel Manilla y José Guadalupe Posada procuraban la síntesis gráfica de lo expresado en versos), las calaveras literarias deberán tener como característica distintiva la ligereza e irreverencia a las condiciones sociales y jerárquicas que, en su momento, les valieron la censura colonial que las sepultó en la clandestinidad hasta pasada la mitad del siglo XIX.

En el más estricto sentido rigorista, su composición tendría que estar conformada en cuartetas octosílabas de rimas con estructura a-b-a-b, pero su carácter de expresión eminentemente popular le brinda una permisividad mucho más amplia.

Hoy día, las calaveras literarias son versos satíricos que se dedican entre sí familiares, amigos y compañeros de trabajo o de escuela. Son una creación del pueblo para burlarse en vida de los políticos, los personajes públicos, hechos, cosas, la vida cotidiana y la misma muerte, a la que con aprecio y sin temor aplicamos los más juguetones apodos. 

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