jueves, 11 de noviembre de 2010

Rostropovich frente al muro

11 de noviembre, veinte años atrás.

Es 1989, aproximadamente diez minutos pasados de las 13 horas, cerca de la conjunción entre el paralelo 52 y el meridiano 13, ahí, donde hacía dos noches el mundo separado por la intolerancia (¿qué otra fuente de sentimientos puede ser más desmembradora?) trataba desesperadamente de volver a unirse, martillazo a martillazo, tabique a tabique; golpe a golpe, verso a verso.

El muro que dividía al mundo en dos desde el centro de Berlín se desmoronaba bajo el asedio espontáneo de picos, martillos, manos y esperanzas. La humanidad estaba tan absorta en la magnitud del hecho, (en las grandes historias, en los sucesos dramáticos, en las trágicas incidencias, en los hechos sobrecogedores, en los episodios conmovedores), que estuvo a punto de perderse de la magia, de omitir las sutilezas que aterciopelaran la aspereza de la piedra caída.


Entre el barullo de la demolición iniciada la noche del 9 de noviembre poco después de Maitines en que los desconcertados guardias de los puestos fronterizos decidieron abrir todas las puertas de la ciudad ante el maremágnum incontenible de almas ilusionadas que acudían a hacer válido el yerro de Günter Schabowski, (quien tras leer en conferencia de prensa un proyecto de ley que abriría administrativamente el muro a partir de los siguientes días, titubeó ante la presión de los reporteros que preguntaron cuándo exactamente entraría en vigor dicha ley, farfullando “ab sofort” -de inmediato-, expresión que valió que todo Berlín y Alemania toda interpretaran lo que radios y televisoras expresaron: ¡El Muro está abierto!), se hizo paso la figura entusiasmada de un hombre mayor, más calva que cana, gesto esperanzado y ojos esperanzadores tras sus grandes gafas, corbata marrón sobre camisa blanca de rayas y bajo chaleco celeste, enfundado en traje oscuro y cargando una silla y un violoncello Stradivarius (el Dupont de 1711).    
A diez metros del Checkpoint Charlie, frente a un trozo de muro de entre cuyos grafitis resaltaba la imagen de un burdo Mickey Mouse, el golpeteo en la piedra cesó para permitir otra expresión sonora y, ahí, un ciudadano del mundo, Mstislav (Slava) Leopoldovich Rostropovich tradujo la sensación generalizada de felicidad colectiva en las notas dramáticamente melancólicas, orgánicas y entrelazadas con fluidez de la suite número 3 para violoncello de Johann Sebastian Bach que emanaban de su instrumento.

Llegó sin ceremonia ni aviso, se instaló junto al Muro y sin mayor aspaviento lo atacó melodiosamente, con la fuerza del instinto vital y vigoroso que le llevó hasta allí en ese momento, con la necesidad de participar de manera vívida, con sus propias herramientas, del acaecimiento que le liberaba en alguna medida de su condición de exiliado.

“Genio de la Música”, “Paladín de la Democracia”, “Músico de la Libertad”, tantas formas como había sido y sería llamado no resumían ni describirían lo único que él albergaba en ese momento en su alma tan claramente como “Un Hombre Feliz”.

Para cuando dio fin a los brillantes arpegios descendentes y ascendentes que culminan la pieza musical, Rostropóvich había impactado permanentemente al universo a su alcance inmediato, como más tarde lo haría con el resto del mundo conforme las imágenes y crónicas que rescataron ese instante maravilloso, se difundieran irradiando la magia creada.

Veinte años atrás, a las 13:10 del 11 de noviembre del annus mirabilis de 1989, Rostropóvich participó de la caída del Muro de Berlín, a golpes de arco y corcheas.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Calaveras de papel y tinta

Las variadas acepciones a las que llega a referirse el término “calavera”, -cuya diversidad nos puede llevar desde la designación del cráneo humano descarnado, limpio y muerto (vale la precisión), hasta los individuos a los que se aplica con la intención de apodo, festivo o vilipendioso pero que en ambos casos supone un exceso de vida (o de vivir), pasando por las melifluas expresiones de caramelizado arte en azúcar, chocolate y semillas diversas-, bien podría darle sugestiva tarea a los desmembradores de lenguas y exploradores etimológicos. 


Sin embargo, de entre todas, la tradición de las calaveras literarias es un buen ejemplo de la manifestación de la cultura popular como elemento que aglutina a una sociedad y le confiere identidad, pues lejos de pretender imponer una serie de valores, aspiran a reflejar el sentir colectivo mediante la crítica satírica o burlesca, expresada en versos festivos a modo de jocosos epitafios para muertos que permanecen vigentes y vivos que matar en broma.

Acompañadas de ilustraciones también denominadas calaveras, (que si bien hoy se limitan en mucho a caricaturizar personajes, en los grabados originales de artistas como Manuel Manilla y José Guadalupe Posada procuraban la síntesis gráfica de lo expresado en versos), las calaveras literarias deberán tener como característica distintiva la ligereza e irreverencia a las condiciones sociales y jerárquicas que, en su momento, les valieron la censura colonial que las sepultó en la clandestinidad hasta pasada la mitad del siglo XIX.

En el más estricto sentido rigorista, su composición tendría que estar conformada en cuartetas octosílabas de rimas con estructura a-b-a-b, pero su carácter de expresión eminentemente popular le brinda una permisividad mucho más amplia.

Hoy día, las calaveras literarias son versos satíricos que se dedican entre sí familiares, amigos y compañeros de trabajo o de escuela. Son una creación del pueblo para burlarse en vida de los políticos, los personajes públicos, hechos, cosas, la vida cotidiana y la misma muerte, a la que con aprecio y sin temor aplicamos los más juguetones apodos. 

martes, 26 de octubre de 2010

Invitar a nuestros muertos




 “Y aunque sea verdad no es cierto
y aunque tu foto han traído,
mentira que te hayas muerto
nomás estás fallecido.”
Canción: “En el altar”, fragmento.
Interpreta: Jugosos Dividendos.
Compositor: Rafael Campos.

El culto a los muertos (y al concepto y contexto de la muerte) tiene en nuestra percepción un arraigo cultural tan antiguo como el Mictlán.

El carácter festivo de su concepción se origina en la sociedad mexica, donde forma parte complementaria del ciclo cosmogónico natural y es vista como un despertar, como un renacimiento y no como el final.

De ahí que nuestra apreciación colectiva del proceso de la muerte, infiera que los muertos no se van del todo sino que, de alguna manera, permanecen entre nosotros para seguir compartiendo (o conviviendo, para expresarlo en términos más “vívidos”) en los devenires cotidianos.

Por ello es que año con año se les “invita”, como a los viejos tíos o a los primos lejanos, a compartir alimentos especialmente preparados y festejar con flores, aromas, cantos y algarabía la dicha de su visita.

De hecho, los aztecas tenían no una, sino al menos cinco fiestas principales durante el año en las cuales realizaban actividades de interacción “social” con sus muertos. Ninguna de ellas, por cierto, dedicada específicamente a Mictlantecuhtli, sino regidas por otras deidades alternas.

Esto se debe a que la principal advocación de la muerte entre los aztecas, representada por Mictlantecuhtli, era presencia común en la vida mexica de tal manera que, más que de festejo, era objeto de convivencia habitual.

Precisamente en esa cohabitación ordinaria con la presencia de la muerte reside nuestro hábito por el trato familiar y desinhibido hacia su imagen, al grado de haberla convertido en instrumento de bromas, testimonio de tradición y objeto de culto.

Así pues, de la celebración a Mictlantecuhtli a la adoración de la Santa Muerte, pasando por las catrinas de Posada y las calaveritas de azúcar, hasta las historias de elegantes damas que abordan taxis a media noche pidiendo corrida al cementerio y viejas tías fallecidas que deambulan por la casa de los abuelos, todo ello aderezado por los aromas y colores de incienso, comida, flores y papel picado, seguiremos procurando la presencia, más lúdica que solemne, de la muerte entre nosotros, pero particularmente seguiremos invitando a nuestros muertos a permanecer en la cotidianidad de nuestras vidas.

“-No me vengan a rezar-
dejó dicho a su compadre,
-silencio acá abajo hay mucho
mejor tráiganme desmadre-.”
Canción: “En el altar”, fragmento.
Interpreta: Jugosos Dividendos.
Compositor: Rafael Campos.


jueves, 21 de octubre de 2010

Cuando asesinamos a Paulette



Imposible no tocarlo. Y hacerlo precisamente ahora que el gobierno del Estado de México hizo pública su decisión de reservar por nueve años el contenido de los peritajes hechos por el FBI y otras instituciones en el caso de la muerte de la niña Paulette Gebara Farah. Hacerlo ahora precisamente porque, de todas formas, a nade parecía importarle ya.
El interés mediático en el caso se perdió desde hace mucho, desde que bajó significativamente el rating, ya no representa audiencia y por lo tanto dejó de ser interesante (entiéndase lucrativo) para los medios. Prostituyeron a Paulette después de muerta pero la asesinaron cuando dejó de ser moneda de cambio redituable.
Paulette se convirtió en el elemento redentor de la nota roja nacional, fue el caso que lanzó a la sección policíaca desde la profundidad de los diarios hasta la primera plana.
Nos habíamos vuelto de pronto insensibles a la violencia, el miedo se ocultó tras el velo de la indiferencia y las noticias de ejecuciones, secuestros, decapitados y balaceras se volvieron tan cotidianos que preferimos ignorarlos, borrarlos de nuestra mirada para no tener que enfrentar esa realidad.
Entonces llegó Paulette, con la posibilidad de sacarnos de nuestra penumbra y darnos una historia policiaca digna de seguir, como en las mejores series de televisión, un caso como los que no suceden en nuestro país, sino únicamente en los países del primer mundo, en España, en Austria, Inglaterra o Estados Unidos. Eso es, teníamos una historia que nos colocaba junto a las grandes potencias, a las grandes sociedades, con sus problemas y sus perversiones. ¡Al diablo con las historias tercermundistas! Nada de drogas, ni abuso de menores, ni tráfico de personas, ni balaceras, ni corrupción; no señor, ésos son problemas de Centro y Suramérica, de África o de Medio Oriente. Nosotros somos un país grande con problemas de gente grande, como psicópatas y asesinos en serie ¡Claro que sí!
Pero finalmente el asunto se tornó turbio y aburrido. Nuestras autoridades demostraron que no tienen la capacidad de resolver estos asuntos de gente grande con la presteza que los televidentes esperan de ellos. Mejor se lo hubieran dejado a El Pantera, ése sí se los hubiera resuelto luego luego. Y para acabarla de fregar entró al juego el sospechosismo, que si los compraron, que si son influyentes, que si ya tiene tintes políticos, en fin, otra vez problemas tercermundistas.
Y fue entonces cuando sucedió. Perdimos la sensibilidad, extraviamos la capacidad de conmovernos, nos olvidamos de reclamar justicia, “No, así no tiene chiste, mejor cámbiale de canal”. Fue entonces cuando asesinamos a Paulette… y todo para nada.